martes, 14 de diciembre de 2010

Vistazo al pintor: Juan Carlos Aguilar




Por Juan Carlos Lemus

Cuando se piensa en los pintores guatemaltecos, particularmente en aquellos que ya fallecieron, acuden a nuestra memoria apellidos como Valenti, Mérida, Garavito, Gálvez Suárez, Franco, Grajeda Mena, Ossaye o González Goyri, entre muchos otros.
El ímpetu de cien mastodontes saltando sobre las telas de varias décadas todavía resuena, estruendosamente; es un sonido tan poderoso, que impide oír el sencillo canto de los nuevos pájaros del bosque.

Aclaremos que en medio de unos y otros —los grandes de antaño y los de reciente cogollo— hay pintores sobresalientes que están vivos y, en varios casos, son aún más importantes que algunos de los fallecidos. Mas no es nuestra intención caminar sobre la inútil cuerda floja de la comparación, sino tornar por un segundo la vista hacia un pintor casi anónimo, a uno que por ahora no pertenece ni a una ni a otra estirpe, y que canta sobre la sencilla rama de su propio árbol.

Juan Carlos Aguilar es dibujante, pintor e ilustrador gráfico. Ha creado portadas para libros de varios escritores, editados por Magna Terra, entre ellos Amapola, córtate la trenza, de María del Rosario Molina; El tiempo principia en Xibalbá, de Luis de Lión; Lo que soñó Sebastián, de Rodrigo Rey Rosa, o Sara sonríe de último, de Víctor Muñoz, por citar solo algunos. Si bien destaca en ese campo, sería injusto apreciar sus óleos, crayones o acuarelas como simples plantas trepadoras que se abren paso a la sombra de los libros que ilustra. Lo suyo no es arte parásito. Por el contrario, es un pintor autónomo que aporta técnica y emoción en lo que hace; es decir, lo que se necesita para involucrarse con dignidad en los terrenos del arte visual.

Es tan pintor como cualquiera de galerías, y en un futuro, quizá, podríamos ver sus cuadros colgados en eso que algunos consideran sitios importantes. Pero lo que hace desde ya es valioso, pues además de ilustrar libros, revistas, textos educativos, catálogos, folletos y hasta anuncios, tiene obra personal, de variado formato, a tinta, óleo, acuarela y crayón.

Ilustrador por encargo y pintor sustancioso, es dueño de ambos poderes. Para describir quién es, nos valdremos de la extraña relación de opuestos que hay entre él mismo y su obra.

Aguilar es callado, amigo del chaleco negro y de los tonos oscuros. Podría parecer un cantante de heavy metal. Su obra, por el contrario, es de colores vivos, agresivos; tanto, que suelen aparecer en su estado tropical más puro, sin mezcla.
Habla lo suficiente como para no exponerse, pero sus pinturas incitan a la conjetura. Es el caso de su cuadro Contemplador cósmico, un óleo en el que hay una docena de ojos desorbitados junto a un rostro fragmentado. El resultado final es algo cercano a lo sideral, pero sin serlo. En ese caso, el Contemplador evidencia su notable habilidad compositiva.

Otra de sus obras, una más sensitiva, nos recuerda el bello poema del guatemalteco Emilio Solano, que dice:
Éricka:
Un rostro rojo
la nariz roja
los labios rojos
los párpados rojos
dormida en sueños de brasa

Nos referimos a la pintura Contra lágrimas de María. Es un retrato en rojo de la devoción mariana de Aguilar —devoción por la María del mercado o de la celestial, no importa— que tiene un hombre que cae de su ojo, como lágrima. Más que la idea, la cual es sencilla, el pintor maneja apenas dos colores para abrirnos, como espectadores, a la posibilidad infinita de goces que hay entre lo erótico, la ira, una flamante mujer que llora y el azul de un hombre que cae de su lacrimal.

Nuestra hipótesis —aventurada, pero fundamentada en un amplio repaso por la obra de Aguilar—, es que él, consciente o no, ilustra con varios colores la parte metafísica de la vida, también los encargos que tienen la obligación de ser atractivos —portadas, textos educativos—, y se reserva para sí mismo la descripción de sus más profundas emociones con uno o dos colores, o con los tonos más opacos.

Al primer caso, los ilustrativos o descriptivos, pertenece su Mulata de siete
altares, también su Legado ancestral. Son temas geométricos, calculados a la luz de su intuición —no es un tipo que mide y traza, sino uno que se deja llevar por su intuición, la cual es bastante poderosa—. Por otra parte, su Nicho vacío es buen ejemplo de la exploración del pintor dentro de sus cavernas, sus catacumbas; es cuando indaga —sin ser peyorativos— dentro de su perro interno, su gato, sus pensamientos o su mujer. Es en estos temas cuando abandona el encargo y da con la punta en ristre sobre la melancolía, la angustia, el terror y sus otros demonios nocturnos. En esta misma línea, entran obras suyas como la titulada Desesperación, que muestra unos pechos azules, fríos como el cuerpo desesperado de un hombre del mismo tono, espíritu atormentado que suda frialdad y angustia. Así es su naturaleza, la de Aguilar y la de sus criaturas que hablan de la condición humana. ¿Mas quién está exento de tales amarguras?

Al compartir sus emociones, puede que nos haga recordar la parte mefistofélica nuestra, esa tan desdichada o fría que se oculta bajo nuestra personalidad, es decir, lo que hay bajo la ilustración que adorna la cubierta del gran libro que somos.

En cuanto a la forma, lo recreado por Aguilar tiene, en algunos cuadros, ángulos de corte ancestral, maya, por así decirlo; otras, un sesgo pop; a ratos, un híbrido maya-pop y onírico. No importa, al final de cuentas, porque es afortunadamente imposible de encasillar. Eso sí, su constante es la profundidad en lo que toca. Sus pinceles galopan sobre un derrotero antropológico. Es casi un sobreviviente a la orilla del bosque, donde todo retumba, el cual sigue pintando en su aparente oficina de trabajos por encargo, pero en su árbol hay hojas, cogollos geométricos y figuras que solamente pueden brotar de unas raíces muy profundas, malditamente profundas.

jueves, 8 de julio de 2010

…Y dio nombre el Tecolote/ a sus maniobras tecolotescas

Juan Carlos Lemus


El Tecolote Ramírez Amaya mira desde la rama de un árbol hacia la hoja en blanco. Es un ave rapaz con tinta entre las venas; la tinta le destila, gota por gota, por la punta de sus garras. Pronto se dejará caer con decisión y con admirable destreza; embestirá contra la blancura del papel para ensartarle su trazo. Líneas directas y seguras concebirán la yema de un dedo, la uña, el guante desatado, los ojales del guante, otros dedos y otras uñas…
Y una mano cobrará vida.
Y ocho manos cobrarán vida.

Y a sus ocho monstruos nombró Victoria, Figa, Leonardo, Disparo, Medio, Índice, Vaginal y Cornudo.

Tan bellas bestias jamás pudo la ciencia insuflar de tanta semiología como lo hizo ave tan rapaz.
Regordetas, aparecieron, una a una, por los cuatro costados de cada hoja.

A Índice fue dado el don de la creación. Bien lo comprendió Leonardo, por eso tuvo el privilegio de ser mencionado por Ramírez Amaya en esta muestra suya, titulada Maniobras Tecolotescas.

A Índice le fue concedida la Creación, pero también la maldita costumbre de señalar a los demás. E igualmente es el dedo rector que tiene la facultad de amenazar al amparo del disparo.

Ciertamente, Índice apunta la ruta que debe seguirse, encañonando y dictando órdenes, pero en el horizonte aparece la resistencia: Victoria, que se aposta frente a los tanques. Y con sus dedos restantes cubriéndole el pecho, Victoria se yergue, osada, desamparada quizás, pero repeliendo con sus mensajes victoriosos la ira de las pistolas.
Victoria es como la tregua buscada en medio de una guerra, o como la bandera blanca levantada en medio de los embates caseros donde se somatan las sartenes.
La siempre amiga Victoria se pronuncia alzándose con la candidez de un capturado cuando es llevado entre la jaula de un camión del ejército. Victoria ganó –o al menos quiso ganar- la guerra. Sesentera y sesentona, es la única mano dibujada en traje de pijama, al estilo de la psicodelia, que se bifurca con soberbia intrepidez.

Y también poblaron con gloria
A la hoja en blanco,
Dos dedos medios; el uno, nombrado Vaginal,
Que se usa para brindar retozo a la vulva
Para ceñir en su frente la corona anal,
Y para el recreo de pequeños y grandes clítoris.
El otro, llamado Medio, fue puesto para injuriar a los hombres.

Vaginal es la mano dadora de placeres que moja de lujuria al mundo. Con su postura de corvo crispado, Vaginal enciende con su dedo medio las perennes llamas de la feliz fornicación.
Bendito
Y alabado
Seas Tecolote
Por traer a la mesa a la dichosa Vaginal; esa sana alegría de pobres y ricos; meticuloso recurso de los impotentes que con sus manos crean oleadas de gozo; amiga de hombres que elevan la V de la victoria y redentora capaz de frenar la ira de las pistolas.

Mas así como la noche tiene su día, y así como una misma moneda tiene sus dos caras, de igual manera, Medio sale de la nocturna cueva donde lo abriga Vaginal y se alza en lo alto para vomitar injurias. La ofensa será para quienes reciban la rectitud del dedo que propone ser hundido en el ano del adversario, mas ya no a la manera de los deleites exigidos por Vaginal, sino en grosera penetración anal como lo indica Medio, El Soberbio.


Ramírez Amaya circunda la semiótica y la sociología grabadas en los gestos de las manos. Su reciente creación emana de un núcleo siempre revelador en él: las manos, motivo recurrente a lo largo de su espléndida trayectoria. Este artista, –uno de los más imponentes de Latinoamérica– honra con su muestra Maniobras Tecolotescas el inicio de esta nueva galería de arte, El Carmen.

Son veinte carpetas, con ocho serigrafías cada una, diligentemente reproducidas en el Taller de Experimentación Gráfica de La Torana. La edición estuvo al cuidado de Érick Menchú, Marlov Barrios y Mario Santizo.


Hasta el momento, hemos convocado la furia y cuitas de algunas de las manos engendradas, así que justo es dedicar unas líneas a Cornudo.

Tal figura es un espectro cernido encima del mundo. Con sus dedos meñique e índice hace que la mano luzca como una condenada por el Santo Oficio.
(El meñique, por cierto, es un dedo pasivo en estos santos tratados del Tecolote, y cuando actúa lo hace para exhibir el dolor de Cornudo. Otros dedos están decididamente ubicados en sus puestos de batalla: Índice y Medio toman partido en la paz, la lujuria y la guerra; también el dedo pulgar está definido en la línea de ataque, como veremos enseguida, pero meñique –al igual que anular– es como un anulado actor; sin embargo, su función es semejante a la de los minerales en toda la Creación: no se mueven, pero refuerzan las vigas que fluyen de los guantes Tecolotescos). Cornudo, decía, tiene el aspecto de un condenado; es delator de alguna victoria vaginal perdida.

Figa, la de la flecha pulgar al centro, tiene una función altamente expresiva. Por ejemplo, quienes quisieron entrar a Vaginal un mal día, se encontraron con Figa; cuando Victoria creyó que había triunfado en la guerra, se encontró con Figa; los pobres de Latinoamérica, como respuesta a sus carencias, encuentran a Figa. Esta mano es el diccionario de la negación. Es la respuesta que encontró el hombre que quiso llegar a Marte.


…Y todos los monstruos que poblaron las hojas en blanco fueron creados para propagar un mensaje.
Y tuvieron voz, aunque no tuvieron boca. Llenaron al mundo de Buenas Nuevas con solo sus gestos, pues una imagen tiene más claridad que mil palabras.

Acerca de su creador, alguna vez escribí algo que hoy quiero repetir:

Ramírez Amaya es el octavo pecado capital. Encarna los otros siete pecados conocidos durante sus días de quietud, cuando permanece en estado de gracia.

Añado que esta vez circunvuela engendrando ocho maniobras tan certeras como poéticas, y tan nerviosamente metafísicas como emocionantes.

viernes, 25 de junio de 2010

Los Pecados Capitales, homenaje de La Torana al Tecolote Ramírez Amaya


Juan Carlos Lemus

Ramírez Amaya es el octavo pecado capital. Además encarna los otros siete, durante sus días de quietud cuando permanece en su natural estado de gracia. Envuelto en carne y tinta, el Tecolote huesoso y el Tecolote creador sueltan látigos visuales al espacio de la hoja dándole vida a volúmenes humanoides y a oblongos animales.

Desde una cárcel, en 1980, creó su serie “Los Siete Pecados Capitales y los Cuatro Jinetes del Apocalipsis”. Los cuatro artistas que integran el grupo La Torana supieron olfatear los humores violentos y lúcidos del diablo.
Es La Torana un grupo que va en continuo crecimiento. Su presencia es cada vez más imponente. Con denuedo y disciplina atraviesa letargos, círculos intelectuales, poltronas naïf y al bien instalado y muchas veces farsante academicismo.
Cada uno de sus integrantes suele dar saltos verdaderamente cabrones dentro y fuera del cuadrilátero de las artes plásticas nacionales. Hoy engendran este homenaje al Tecolote Ramírez Amaya. Para ello invitan a tres pintores con los que graban su propia interpretación de la lujuria, gula, avaricia, pereza, ira, envidia y vanidad. Son siete artistas, uno por pecado.

Plinio Villagrán da su lóbrega versión de la pereza. Es ésta el retorno al útero representado en un bicho inerte y asqueroso. El individuo fuera de Casa es presa de la inactividad humana. Todo útero es prototipo de placer y protección, afuera de él todo es inseguro y espinoso. El cantar de Plinio al ocio no es el ”dolce fare niente” ni el Nirvana, sino un estado de animal inútil. La pereza no es sólo flojedad sino el sótano de la sotana, los excrementos y la yesca que prenden al indolente ser mutilado que vive su eterno reposo. Arriba del bicho, el útero lo sigue bañándolo de hojas, pétalos y gotas; es un útero como una medalla de la Virgen coronada de rosas.

Marlov Barrios encuadra la gula más allá de los excesos de la comida y la bebida. Su grabado es la ingesta del prestigio. Corona de espinas un estómago abierto y nos lo muestra infestado de vehículos. Eso me recuerda que vivimos una época en la que por Latinoamérica son erigidos condominios diseñados para la clase media pobre; particularmente, en Guatemala, son casuchas de dos niveles repartidas en las orillas del mundo, como pequeñas suites invasoras que dan la ilusión de poseer una vida semejante a los barrios bostonianos. Tales asentamientos, cargados de hijos y deudas a veinte años plazo, adoptaron también el falso glamour que da la compra de un Volvo, un Mercedes Benz o un BMW. Es una gula emocional por adquirir más bienes que el vecino. Marlov muestra la ambición del hombre por alcanzar esa plenitud, aunque sea con esos faros de luz llamados carros, vehículos que otorgan un prestigio estúpido, pero, después de todo, qué prestigio no lo es.

En Norman Morales la vida es un ángel mortal; la muerte, un cuerpo mutilado. Ambas fundidas en el ser humano. Su “avaricia” es la vida que toca las teclas de un instrumento muerto, es el interior del cuerpo humano cotizado a precio en hígados, riñones o huesos, o acaso de satisfacción perversa por penetrar en el interior del otro. En la avaricia siempre hay una víctima y un victimario, el primero desuella la piel del muerto como si fuera una cáscara, el cuerpo es un recipiente donde hunde sus manos y lo hace con la indiferencia mecánica que confiere la frialdad del buen avaro.

La ira, grabada por Josué Romero, va en dos sentidos. El primero, una ira reprimida en el gimnasio gracias al pugilato y a los ejercicios. Pero todo levantador de pesas tiene la vida pendiente de cualquier tijeretazo. La sociedad funciona así. También los peleadores, ataviados a la usanza de sus ridículas panzas, son uno y otro ellos mismos, ambos listos para descuartizarse en una lucha iracunda. Tal idiotez, la de pelear contra la sombra y la paradoja de vivir con la ira reprimida pendiente de un hilo, dan paso al segundo sentido, el de la energía muerta representada en un conejo cuyas vísceras enumeradas ya no sirven sino para análisis gráficos. El animal que un día fue veloz, como los humanos, es transitorio y maniquí para la ciencia. En su cuadro, Romero muestra los reinos animal, vegetal y mineral. La totalidad. Las tijeras, las plantas y los órganos son esa conjunción universal donde la ira es el motor de la energía, y viceversa.

Como un río que baja de la colina y se cuela por entre los arbustos y los árboles hasta llegar a las raíces, Erick Menchú graba los alcances de la vanidad. La moda –esa máscara que oculta nuestra sustancia- desciende en cascada a través de los siglos y entre las generaciones cubriendo de ropas el árbol genealógico. El ser humano monta su espectáculo, derrocha su falsedad, se oculta en el “buen vestir”, herencia ésta para los hijos y herencia recibida de los abuelos. Bandera y trapo de esa gran miseria llamada “estilo de vida”, la vanidad es semejante a meterle faldas a una yegua o calzones a un perro, sin embargo, práctica tan absurda sucede aquí y ahora, en esta misma sala, sobre estos mismos cuerpos. Su estudio es una profunda reflexión sobre esa falsedad encontrada en ese teatro que es el ser humano.

Las obras de estos artistas, como las del Tecolote para el mismo tema, están más allá del bien y del mal. Son un testimonio lúcido de grabadores cuyos puntos de vista nos alivian del vómito que provocan los cuadros decorativos y la denuncia moral o inmoral disfrazada de acciones contestatarias.

Finalmente y de igual manera, Mario Santizo nos presenta la lujuria con una explicitud que no requiere argumentos. Sencillamente, con desenfado involucra a la iglesia misma, a Cristo, a sus santos y apóstoles, vírgenes y sacramentos, todos ellos voraz y placenteramente sumergidos en una orgía sexo espiritual altamente grotesca. Alberto Rodríguez graba un mapa político del ser humano donde la envidia está representada en esas eternas nupcias de un civil con un militar. Le concede al poder un sombreado bestial, con cerdas de mula o de lobo que cubre su rostro siamés. Su obra sirve para recordar que ambos existen como existe luz y sombra.

Este homenaje es un recorrido por los pecados capitales que, paradójicamente, no existen como tales. “Pecado” es el nombre de los grilletes diseñados por la Iglesia para someter al ser desde que nace hasta que muere. La gula de autos, la comedia humana, la pereza o la ira celebrada contra otro semejante no son errores morales, sino el lado imbécil de la Luna que hoy revuelven y sacuden con osadía estos artistas.